Estamos terminando el curso y las energías están puestas en superar los exámenes finales: eso siempre está bien, pues unos objetivos concretos permiten que los esfuerzos y la motivación del alumnado aumenten de inmediato. La mayoría conseguirá aprobar, de eso no cabe duda, en parte porque siempre ha sido así, y en parte porque los niveles de exigencia sabemos que son bastante permisivos de un tiempo a esta parte.
El fin del curso escolar me lleva cada año a una reflexión, calmada y profunda, sobre lo que este ha sido y para pensar, siempre, en cómo mejorar en el próximo.
Antes de nada, debo decir que mi perspectiva sobre esta sociedad y los acelerados cambios que vivimos no es para nada negativa. No quiero, por favor, que me tilden de catastrofista, soy un optimista convencido, pero a mí, la enseñanza académica me tiene realmente preocupado.
No termino de entender qué es lo que pretendemos enseñar, qué esperamos que consiga nuestro alumnado al terminar ESO o Bachillerato. ¿Hay verdaderamente un sentido para lo que hacemos en las aulas? ¿Hay un propósito para lo que buscamos que quede en la cabeza de cada estudiante pasado un tiempo cuando haya terminado sus estudios?
Hablo desde la experiencia en primera persona y de constatar que estamos restando importancia a cuestiones fundamentales. ¿Me importa lo que aprendan? Sí, por supuesto, pero me importa mucho más que desarrollen su capacidad de aprender, de comprender bien una información para jerarquizarla y asimilarla, que es algo imprescindible. Y es en este punto donde sufro. La gran mayoría no entiende los textos que leen, y da igual que sean de comentarios de lengua, de la asignatura de economía o de filosofía. No los entienden en absoluto, pero consiguen aprobar un examen, incluso con nota.
No me refiero a que el nivel exigido para aprobar sea bajo, que, sin duda, lo es. Tampoco a que no entiendan una materia, algo que también pasa como ha ocurrido siempre. Lo que denuncio es que no entienden un texto escrito, cualquiera, y eso, sin ninguna duda, es un serio problema. Les recordaré que en EvAU los textos que se trabajan en la asignatura de lengua, y a los que me he referido antes, están sacados de la prensa diaria escrita, por lo que no son especialmente técnicos ni complejos.
Lo que estoy analizando es grave por muchas razones, pero dejaré aparte todas las que tienen que ver con la cultura para centrarme en el mundo laboral que, al parecer, tanto preocupa a quienes plasman en una ley una reforma educativa tras otra.
En gran parte de nuestros puestos de trabajo, nos llega mucha información. Y con relativa frecuencia esta exige un esfuerzo comprensivo para poder luego aplicar lo que en ella se nos trasmite: nos llega una solicitud de un cliente (externo o interno), una instrucción operativa, un contrato de prestación de servicios, el acta de una reunión… un sinfín de documentos que necesitan ser entendidos para desarrollar con éxito nuestra actividad cotidiana.
Y no hablemos ya de si nos llega un boletín oficial del estado, la comunidad o la provincia. Tiemblo al pensar lo que pueda llegar a hacer la generación ahora egresada cuando no entienda absolutamente nada de lo que se dice en este tipo de documentos. Si la situación termina por generalizarse, me veo a los juristas haciendo PowerPoint o vídeos explicativos con dibujos y animaciones sobre la nueva ley laboral o de la transición energética.
No debemos olvidar que la madurez intelectual no es como la de la fruta, que se alcanza mediante exposición al sol. Se consigue trabajando la capacidad de entendimiento, de abstracción o de relación y eso solo (yo lo acentúo) es posible mediante una verdadera comprensión lectora. Esta se puede llevar a cabo de forma transversal con el estudio de determinadas asignaturas o de manera específica con el ejercicio de comentario de texto en lengua, que, alucinante, se empieza a trabajar, teóricamente, en 3º de ESO.
Créanme: se está descuidando hasta límites exagerados la comprensión en sí misma por una escasa exigencia, por el menosprecio del esfuerzo para entender unos conceptos. Y esto traerá tristes consecuencias, al tiempo. ¿Nos concienciamos de ello de una vez por todas?
Seguiré insistiendo.
Miguel Ángel Heredia García
Presidente de Fundación Piquer